Capítulo 1. Una escuela de calor
Creo
que encontrar a mi abuelo me ha convertido en la nieta más
afortunada de la Vía Láctea. Cuando pensaba que ya no encontraría
motivos para continuar, apareció él y cambió mi vida. Desde que
falleció su esposa, andaba por inercia con la única ilusión de
volver a ver a su hija, pero hace un mes, el dos de abril, la
realidad hizo que nos encontrásemos, y aunque lloró mucho al
contarle que Mamá había fallecido, en los días posteriores se le
veía feliz, quizás por haberle brotado una nieta de una rama caída.
Me
instalé en la habitación que había sido de mi madre, con sus
cuentos de hadas, el escritorio de nogal, su armario de ropa de los
sesenta y los posters de Elvis Presley. Parecía que yo era mi madre
viviendo una segunda oportunidad y que, él y yo, siempre hubiéramos
estado juntos. A pesar de ser un cascarrabias, tiene un corazón
gigante y una única preocupación, encontrar un oficio para que me
gane la vida. Mientras desayuna, me lee las ofertas de trabajo,
ninguno le parece bueno para mí. Toma un sorbo de café, fija la
vista en el periódico, se acaricia la reluciente calva.–“Escuela
de Arte Absenta, se abre plazo de matrícula para un nuevo grupo de
escritura”. Adriana, podías apuntarte a uno de estos cursos. ¿No
me dijiste que te gustaba escribir? Pues te lo regalo-. Llamo al
taller, contesta Porfirio de la Fuente, el profesor y director, y en
un castellano sin acento de ninguna parte, me explica con voz dulce
que transmite seguridad, que mañana miércoles comienza un nuevo
grupo con plazas subvencionadas para el mes de mayo, pero que debe
hacerme antes una entrevista, y quedamos para esta tarde a las seis y
media, en la sede, en Gran Vía. Pulso el botón que tiene el
anagrama de un sol verde. Se abre la puerta y subo al primer piso. En
el recibidor color crema iluminado por cuatro lámparas de pie, una
en cada esquina, se abre una de las puertas del fondo. Un hombre de
complexión atlética con el pelo oscuro y rizado, sale abrochándose
la chaqueta de napa, supongo que tendrá menos de 40 años; me sonríe
asintiendo, tira del cuello de su camisa acercándose diligente y me
clava su mirada de chocolate. Nadie me miró antes con tanta
intensidad.
–Un
placer... –dice estrechándome la mano entre las dos suyas. Me
agrada la cercanía que me da al tacto y su aroma suave a jabón.
–Soy...
–...Adriana.
Llevo tiempo esperándote.
Sorprendida miro la hora en mi reloj.
Sorprendida miro la hora en mi reloj.
–Las
seis y media, ¿no quedamos a esta hora?
–Son
las siete.
–Lo
siento, se me habrá parado el reloj.
Una
joven con las manos tatuadas se acerca y le saluda con un beso.–Me
alegro de verte, Lucía, Javi me comentó que estabas interesada en
el grupo de los miércoles, aún queda una plaza, pero charlamos cuando
acabe con ella, ¿te importa esperar un momento?
–No
hay problema, no tengo prisa.
–Vamos
allá –dice señalando la puerta por la que salió. Me sonríe
mientras me conduce al aula y me invita a que tome asiento. Una gran
mesa rectangular con sillas para unas veinte personas ocupa casi toda
la clase; en un rincón hay una pequeña pizarra sobre un caballete y
una pared está decorada con fotografías en blanco y negro que
imagino son escritores. Se sienta en el sillón giratorio que preside
la mesa delante de una librería y me pongo a su lado. Se da un toque
en el centro de la frente con el índice y me observa. –Te haré un
par de preguntas, una costumbre que tenemos, la de cambiar
impresiones con los alumnos antes de comenzar el curso. ¿Cómo
tuviste noticia de nuestro taller?
–Lo
vio mi abuelo en el periódico. Yo no sabía que existieran estos
talleres.
–Ese
anuncio tuvo un coste pero parece que ha servido. Llevamos aquí unos
meses, antes nos reuníamos en un piso más pequeño en la calle de
la Salud, ¿la conoces? –niego con la cabeza– Está cerca, pero
vi este y me pareció acogedor. ¿A ti qué te parece?
–Me
gusta, es elegante.
–El
alquiler es un poco más caro pero por ahora cubrimos gastos.
Adriana, ¿has escrito algún libro ya?
–No,
solo un diario y algunos poemas, pero hace meses que no escribo nada.
–¿Por
qué? –arquea una ceja.
–Es
largo de contar, digamos que he pasado una mala racha.
–Lo
siento, ¿ahora estás mejor? –le digo que sí. Me sonríe y
levantando un brazo coge en el aire un volumen que salta de la
biblioteca– Este libro contiene los ejercicios del taller del año
pasado. ¿Por qué quieres escribir?
Perpleja,
miro la estantería para encontrar una razón lógica.
–Porque...
Me gusta... ¿Cómo hizo eso?
Niega
con la cabeza.
–No
soy tan mayor, así que espero que me tutees. Te gusta escribir, esa
es una razón de peso.
Parece
que no me ha escuchado y mi curiosidad aumenta a la vez que mi
inquietud, ¿estoy metida de lleno en un sueño raro? Tengo que
insistir.
–¿Cómo
ha ido el libro desde el estante hasta su.., la mano?
Abre
del todo el primer cajón de la mesa que al llegar al tope hace un
sonido suave como el de un violín y suelta una carcajada.
–Tiene
truco, mira –veo el interior del cajón y descubro un teclado con
botones fosforescentes, pulsa una tecla, levanta el brazo y otro
libro igual que el anterior vuela a sus dedos y me lo da. Me quedo
pasmada– Soy un apasionado de la tecnología, esto lo diseñé
yo... Algunos relatos son buenos, no desmerecen a los de escritores
consagrados. El viernes es la presentación, si quieres venir estás
invitada, el último año fue divertido, todos lo disfrutamos mucho.
Leo
el título “Absenta, Secreto Sideral”.
–¿Qué
es Absenta?
–Es
una bebida alcohólica que proviene de la destilación de una planta
que se llama Ajenjo, ya la usaban los egipcios en el 1600 a.C. En
moderadas dosis favorece la digestión, mejora el estado de ánimo y
el sistema nervioso, tiene muchas propiedades, sin embargo, si se
abusa, puede producir alucinaciones. De hecho estuvo prohibida un
tiempo, pero se puso de moda en la Belle Époque, y fue un símbolo
del ambiente bohemio de aquellos artistas; Van Gogh y Oscar Wilde
fueron muy aficionados a tomar este elixir. Como verás es un
mundo...
–¿El
taller se llama así por ese ambiente de artistas?
–Sí,
y otros lugares también, como en el que presentamos el libro. Si lo
quieres adquirir, lo vendemos a precio de coste...
–A
lo mejor otro día.
–Como
quieras –mete una mano bajo la solapa y se acaricia el pecho– Muy
bien, Adriana, la plaza es tuya, aquí siempre habrá un sitio para
ti.
–Gracias,
tengo que traer un cuaderno, supongo.
–Ganas
de escribir y un boli, aunque para los despistados tenemos algunos.
Antes de irte, rellena tus datos –abre el segundo cajón de la
mesa, está repleto de materiales de papelería, me acerca una ficha
y un bolígrafo –escribo mis datos y se la devuelvo.
–Olvidaste
el teléfono.
–Hace
poco que vivo con mi abuelo y todavía no me lo sé –y pienso que
ya era hora.
–Yo
tardé un año en aprender el mío... Esta es la dirección,
fantástico. Me alegra tener en mis clases a una mujerona tan guapa
–se muerde los labios, una corriente de calor me recorre de pies a
cabeza, creo que me ruborizo y ladea los labios como tratando de
evitar una sonrisa. Me dan ganas de despedirme con un beso en la
mejilla, pero le tiendo la mano– Bienvenida, espero que te sientas
como en casa, un placer.
–...Aunque
tengo faltas de ortografía –le aviso.
–Eso
se puede corregir. Lo importante es la sensibilidad, eso no se
aprende.
Abre
la puerta, me cede el paso y me doy cuenta de que tengo el bolígrafo
que me prestó.
–¡Me
llevaba su bolígrafo!
–Tu
bolígrafo –me dice con una sonrisa cálida.
Me
despido de Lucía. Y bajando los escalones de dos en dos pienso que
el mundo es maravilloso. Mi reloj marca las siete y media, parece que
ha vuelto a funcionar y en casa, el cucú da las ocho en punto, la
misma que el mío. El abuelo está viendo la Segunda cadena.
–¿Qué
programa es ese?
–Uno
sobre el fin del mundo, no hay nada que ver en la televisión. ¿Te
gustó esa escuela? –dice entregándome un pequeño paquete con
papel de regalo.
–Sí,
pero esto ¿qué es? –y lo desenvuelvo emocionada.
–Toda
escritora debe tener un buen bolígrafo.
En
la caja hay un Inoxcrom azul chapado en oro.
–Pero
abuelo no quiero que gastes tanto dinero en mí.
–Si
no lo quieres... –tira de la caja y me la quita. Sonríe y vuelve a
dármela.
–Es
el mejor regalo que me han hecho, ¡gracias!
–A
los abuelos no hay que darles las gracias –me lo como a besos–
Bueno, bueno, tampoco es para tanto... ¿Y qué te ha parecido esa
escuela?
–Es
un sitio cálido, y el profesor es un caballero.
–Pero
no te fíes de las apariencias, que a veces engañan.
–No
te preocupes, no me fiaré ni de mi sombra.
Le
cuento detalles de lo que hablamos y el documental de la dos habla de
Nostradamus y San Malaquías. Él apaga el televisor y pienso en lo
mucho que le debo.
–Creo
que en Absenta lo vas a pasar bien, y sales un poco.
–Gracias
por cambiarme la vida, abuelo.
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