Capítulo 2. No quiero hablar de eso
Abro
los ojos con la impresión de haber tenido un sueño agradable,
intento recordarlo, pero solo logro acordarme de la imagen de
Porfirio que me acaricia el pelo y me susurra que tendré noticias
suyas.
–Adriana,
¿un chocolate? –grita el abuelo desde el salón. Doy un bote y
salto de la cama. Sobre la mesa hay un gran paquete con churros como
para cuatro personas y dos tazones humeantes.
–Si
vas a escribir tendrás que comer bien, el cerebro consume mucha
energía.
–Eres
único, ni que yo fuera Agatha Christie...
–Ella
tampoco nació sabiendo escribir.
Nos
sentamos a la mesa, los churros están deliciosos.
–Quiero
que hoy te empadrones –me dice con la boca llena.
–¿Para
qué? No es necesario.
–Te
hará falta, por ejemplo, para votar.
–Si
nunca he votado ni nada.
–Pues
ya va siendo hora, ¿no?
Tomo
un sorbo, me quemo los labios. El abuelo es muy testarudo y no tengo
ganas de discutir, pero la idea de que pueda localizarme Manolo me
produce escalofríos. Tras hacer los trámites en el ayuntamiento, el
abuelo me propone que vayamos a visitar una boutique. En calle
Serrano nos detenemos ante el escaparate y siento que alguien me
observa. La mujer de mediana edad me da dos besos, es la vecina de
Manolo, Teresa.
–¡Adriana,
cómo estás! ¿Qué haces en Madrid?
–Hola,
bien, con mi abuelo... ¿Y Mara cómo está?
–Mi
hija, fenomenal, se vino a Madrid, a la Escuela de Arte Dramático,
vive aquí cerquita -dijo ella señalando el final de la calle.
–¿En
serio? ¿Desde cuándo?
–Hace
cuatro meses. Poco después de marcharte tú... ¿Cómo te fuiste así
sin avisar?
-Vine
a buscar a mi abuelo -le respondo mirándole a él.
-¿Usted
es su abuelo? Encantada... –dice estrechando su mano.
–Igualmente,
señora... ¿Es usted de Málaga?
–Somos
vecinas, ¿verdad Adri? –así era como me llamaba Manolo y siento
un nudo en la garganta.
–Estupendo,
en la calle de Toledo, tiene su casa –le dice él.
–Ay,
se lo agradezco mucho, pero ya me voy esta tarde, tal vez en otra
ocasión –engurruñe la boca– Chiquilla, pero Manolo nos dijo que
estabas en América... Se volvió loco cuando te fuiste –el abuelo
me mira de soslayo arqueando las cejas– Y sentí lo de tu madre,
tan repentino, qué pena me dio, ¿qué le pasaría a la pobre?
–Sólo
me dijeron que cayó por el balcón. Pero no quiero hablar sobre eso.
-Perdona, lo comprendo.
-Tenemos que irnos,
¿podrías darme el teléfono de Mara?
–Uy,
pues no lo sé de memoria, pero si me dices el tuyo, se lo doy y que te llame ella, estaba muy preocupada por ti –se lo pregunto al
abuelo, lo escribo en un trozo de papel y trato de memorizarlo, ella
lo coge y lo guarda en el bolso– Se pondrá loca de contenta cuando
se entere de que estás aquí. Manolo también...
–Por
favor, no le digas a él que estoy en Madrid, no quiero volver a
verle.
–Hay
personas que van con cara de cordero y cuando los conoces no son lo
que parecían, ¿verdad? -me acaricia el hombro- Nena, me alegro mucho de ver que estás tan requetebién.
El
abuelo me coge de un brazo, nos despedimos, y avanzamos en sentido
contrario. –Perdona que no te hablase de Manolo.
–¿Era
tu novio?
–Todavía
es mi marido.
–¿Os casasteis muy jóvenes, no?
–Yo
tenía 16 años.
–¿Y
cómo no me comentaste nada?
–Es
que no quiero hablar de eso.
–No
lo conocías bien cuando te casaste, ¿verdad? –le digo que no con
la cabeza– Si no lo quieres, para mí no existe y no hay nada más
que hablar –me da una palmada en la espalda y abre la puerta de la
boutique– Anda pasa, a ver si esta señora te encuentra algo de
ropa que te guste.
La
dependienta saluda muy efusiva a mi abuelo, me mira de arriba abajo,
y le pregunta por su esposa. Él le responde que se le fue hace tres
años, pero que desde que llegué yo, ha vuelto a tener ganas de
vivir.
–Lo
siento mucho, Don Jaime, sería un duro golpe para usted... Así es
la vida, unos se van y otros vienen.
–Pero
mi nieta se vino con lo puesto, a ver si le enseña un vestido que le
guste.
–Es
muy maja, se parece a la abuela, tiene sus mismos ojos verdes
rasgados. ¿Vestido o traje? –él y yo respondemos a la vez; él,
vestido, y yo, traje. La mujer nos sonríe, saca del perchero algunas
prendas y las pone sobre el mostrador. Me pruebo el traje de pantalón
corto rosa y un vestido caqui. Cuando voy a pagarlos, el abuelo me
aparta la mano.
–Deja
eso para otra cosa que te haga falta–me dice y le da a la mujer la
tarjeta de crédito– Además de guapa, ha salido escritora.
–Pues
que tengas mucha suerte, maja.
Por
la tarde, estreno el traje de pantalón y llego al taller puntual, mi
reloj marcha correctamente. Llamo al portero y se abre la puerta. La
chica tatuada de ayer llega corriendo y me pide que la espere. Le
sostengo la puerta y entramos.
–Muchas
gracias -dice Lucía mientras subimos la escalera- un amigo me
recomendó este curso, lo repetirá este mes, escribe fenomenal. El
profesor está rico, ¿te has fijado? Demasiado músculo quizá, pero
de cara es muy mono.
En el
recibidor, Porfirio, de espaldas, enrosca una bombilla.
–Perdonad
un momento, se fundió y tenía que cambiarla –y volviendo la cara
nos brinda una sonrisa de oreja a oreja. El chaleco sastre pronuncia
sus anchos hombros. Una mujer madura entra diligente, y nos saluda y,
otra, embarazada, le sigue.
–Si
os parece id entrando –Porfirio me lanza una sonrisa y se enciende
la lámpara.
La
clase está llena de alumnos y nos saludan. Un chico que lleva un
piercing en la oreja se levanta, y tras dar a Lucía un beso, le dice
que se siente en su sitio, que va a buscar un par de sillas. Se cruza
con Porfirio que entra dando un pequeño bote en cada zancada y mira
a los alumnos que tiene en frente. –Ante todo, buenas tardes. Es de
agradecer veros aquí... Sois gente rara, en vez de iros a dar un
paseo o de compras, venís a escuchar que os hable de literatura, me
alegro mucho de que me hayáis escogido a mí. Pero no todos
llegaréis hasta el final, suele haber bajas, porque empezáis a
trabajar, no os cuadra la hora o surgen problemas... –el chico del
piercing entra con dos sillas– Gracias, Javi, eres muy amable, deja
una a mi lado para Adriana, que es más guapa, y tú puedes ponerte
allí en frente con Lucía –se ríen y nos sentamos. Coge unas
tarjetas del cajón, las baraja y reparte dos a cada uno
explicándonos que debemos improvisar un texto acerca de las imágenes
que nos hayan tocado. Las mías son de un elefante y una luna. Los
demás escriben rápido, pero en mi mente no encuentro una frase que
tenga sentido, algunos compañeros comentan que ya han terminado y no
he escrito ni una palabra.
La
rubia con una felpa de margaritas que hay sentada frente a mí, se
enrolla un tirabuzón en el dedo y mira a Porfirio pensativa. –Pues
yo he acabado hace un rato, ¿puedo leer el mío? –le dice en tono
meloso.
–Espera
que acaben los demás, ¿vale?
–Es
que estoy deseando conocer tu opinión, que luego en casa nunca
tienes tiempo –dice contrariada y él le guiña un ojo. Será su
mujer, aunque parece más joven. Me gustaría estar en su lugar, con
él seguro que es feliz; podría ser mi marido y no Manolo que tanto
me hizo padecer. Porfirio me mira fijamente.
–Quedan
30 segundos –me dice quitándose el reloj, lo pone en una esquina
de la mesa.
No
quiero dejarlo en blanco y escribo lo primero que me viene al
pensamiento: “Elefante, elefante, tú que siempre recuerdas, en qué
noche me olvidaste por otra luna llena”.
Libertad
muestra sus imágenes. Una es de una mariposa y comenta que le
encanta, la otra, un duende. Lee un cuento que parece infantil y
cursi sobre mariposas de colores que buscan a sus duendes. Porfirio
la felicita, eso es porque está enchufada. Todos, uno a uno levantan
la mano y leen los suyos. La mayoría son de media carilla, algunos
más extensos y bien redactados; qué vergüenza, el mío es una
birria. Leo la última. Porfirio me sonríe sin decir nada. Me
gustaría que la tierra me tragase, qué ridículo ha sonado mi
texto. Porfirio señala hacia abajo y golpea con el índice la mesa
varias veces.–Esto no es un taller de poesía, que nadie se
equivoque. Hay por ahí alguien que ha escrito un texto poético,
pero esto no es un taller de poesía, es un taller de prosa, de
relatos y cuentos-. Primer pinchazo. Rodeada de gente que escribe
mucho mejor, y esa chica que no deja de sonreír a Porfirio, me dan
ganas de levantarme, pero, una fuerza me retiene. Nos explica el
funcionamiento de las clases. La primera hora la dedicará a teoría:
personajes, narrador, trama, estructura del cuento, etc. En la
segunda, leeremos lo que hayamos escrito en casa y lo corregirá.
Para el próximo día pide que traigamos un texto sobre
“despertarse”. Pone las palmas sobre la mesa y se separa echando
el sillón hacia atrás.
–Un
placer. Los que quieran vamos a tomar una copa.
Me
excuso diciendo que tengo que irme.
–A
tu hija le gustó Absenta, ¿repetimos? –le propone Javi y mira a
la joven de las margaritas. Estoy eufórica, ¡es su hija! ¡Qué
torpe soy!
–Antes
tengo que llenar el estómago que estoy muerta de hambre –dice ella
y Porfirio le sonríe asintiendo.
–Para quienes no la conozcáis, os presento a Libertad, dice que le
gustan mis clases, no sé si es amor de hija.
Ella
se coge la amplia falda de hippie elegante por ambos lados y nos hace
una reverencia.
–Y
no estoy enchufada, que pago mi mensualidad como todos.
Javier
y Lucía aceptan, unos se excusan, otros se van sin dar
explicaciones. Porfirio no deja de mirarme con una sonrisa que me
resulta burlona.
–¿Me
das tu telefono por si necesito contactar contigo?
–Creo
que ya me lo aprendí –digo buscando en mi bolso el bolígrafo de
mi abuelo. Saca la ficha y me la da con mi Inoxcrom.
–Creí
que lo había guardado...
–Habrá
venido volando. ¡Adriana, qué cosas más raras te ocurren! –dice
riéndose.
–Creí que lo había guardado.
–¿No te quedas a la copa? Vas a perderte lo mejor.
–Me
encantaría, pero no he avisado a mi abuelo.
Porfirio
niega con la cabeza.
–Lo
que pasa es que no te fías de nosotros.
–Si
es por eso, llámalo, y te quedas tranquila.Es
un teléfono portátil.
–No
es necesario, gracias, si solo es un rato...
Libertad
da un bote.
-¡Se
queda! ¡Chachi! ¿Le
contaste ya qué somos? –dice Libertad.
-No
quiero hablar de eso.
-
¿Puedo contárselo yo?
–No quiero asustarla, ya habrá ocasión de hablar sobre eso...
Y
Porfirio me guiña un ojo sonriendo.
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